miércoles, 30 de marzo de 2011

La lectura entra en revolución, una apática revolución.


El sociólogo y literario alemán Rolf Engelsing llegó a exponer una idea un tanto controversial: la evolución de la lectura pasó por una seria “revolución”, y gracias a ella se intuye que leer en el siglo XV no era igual a leer en el siglo XX. Básicamente antes de 1750 se leía en manera “intensiva”, es decir, pocos libros pero intensamente. Así la gente leía grandes obras como La Biblia o el teatro shakesperiano hasta el punto de aprenderse pasajes completos. De esa manera se apreciaba la lectura profunda, se internalizaba en gran parte gracias a la poca variedad de títulos literarios en la época. Progresivamente el acto de leer cambió, devino “extensivo”. Con avances como la revolución industrial el acceso a la literatura se hizo mucho más libre y económico, por eso las personas leían más, aunque –-y siguiendo la línea de Engelsing- leían cada obra una sola vez –-o un par de veces a lo sumo- sin preocuparse verdaderamente por guardar una copia en el subconsciente para futuras lecturas eidéticas. Solo algunas obras pasaron esta prueba: en Alemania se leía intensivamente al Fausto de Goethe (también debido a la fuerte acogida en los teatros alemanes), en Italia eran las poesías de Leopardi, algunas obras de Austen en Inglaterra y de Dickens en Estados Unidos. Así, mientras terminaba el siglo XIX y entraba el siglo XX, se leía más extensivamente, o lo que es lo mismo, menos autores se leían intensivamente, esto motivado al hecho que la lectura se había universalizado.

Ahora, estamos en el siglo XXI y desde mi punto de vista una nueva revolución comenzó hace ya bastante tiempo, a esta la llamo “la revolución apática” porque, a pesar de encontrarnos en una era donde el internet y los avances tecnológicos hacen posible la lectura cuándo, cómo y dónde sea, no hay ni lectura intensiva ni extensiva; la cantidad de lectores es drásticamente menor a la de los siglos precedentes, aquellos seres motivados por la lectura son una especie en extinción y la literatura se está viendo seriamente amenazada.

¿Qué está pasando?

Varias cosas. Primero, la lectura tiene grandes rivales: desde el mismo internet, con quien tiene una relación amor-odio, hasta el cine y la televisión. El público se ha vuelto más “pasivo” y espera obtener su entretenimiento a cambio de nada, mucho menos de un poquito de gimnasia mental. Ante eso la lectura queda en segundo plano, ya que todos sabemos que el lector es un ser activo que tiene que imaginar, crear, reescribir la historia en su mente, de ahí su satisfacción.

Segundo, esta misma globalización del libro está jugando en contra de la literatura. ¿No han notado que, en esta época, es difícil hablar de un escritor actual como se habla de James Joyce o de Miguel de Cervantes? Sí, sus obras son únicas, pero no hay que obviar el hecho que en sus respectivas épocas la competencia era prácticamente nula, hoy en día hasta el panadero de la esquina ha publicado un libro (de chistes, que es más cruel). La diversidad de títulos disponibles es abrumadora, así es difícil discernir entre lo que vale la pena y lo que debería ir directo a Papelera de reciclaje (aunque mucho de este material ni siquiera merecería pasar por Papelera de reciclaje, sino eliminarse “de manera permanente”). Así no es de extrañar que la gente decida alejarse de la lectura, bien sea por miedo a ella o por simple fastidio.

Tercero y más grave. En algunas sociedades retrógradas quien lee es un nerd, un ser destinado a la soledad o un anticuado. Estas etiquetas han sido devastadoras para la comunidad lectora en vista de que muchos no son lo suficientemente fuertes de carácter para hacerse de oídos sordos y por ende terminan sucumbiendo a la presión social, que además transmiten a sus hijos, y estos a sus hijos, y así se crea una cadena que se extiende hasta el fin del mundo… bueno, no hasta el fin del mundo, más bien hasta el fin del mundo literario, cosa plausible si de verdad la presión continúa.

La lectura entra por casa, y es tarea de los padres considerar al libro como un ser importante, un amigo, presentárselo a sus hijos, y asegurarse que ellos compartan con él. Además deben asegurarse que sus hijos sean individuos fuertes, capaces de decir no a las presiones sociales y de ignorar las etiquetas al mínimo. Sólo así se podría revertir el proceso de devastación literaria del siglo XXI, esa “revolución apática” actual. Luego para enfrentar al virus en lo que se ha convertido la globalización de la literatura hay que tomar medidas más serias, pero esas quedarán para otro momento.